domingo, 2 de agosto de 2009

Un día escuchamos sobre como el español, el colonialista cometía el genocidio, marcaba el récord que sólo se quebrantaría con la segunda de las guerras mundiales. Entonces sentimos espanto y nos avergonzamos de nuestros apellidos, de nuestra lengua que puede ordenar el exterminio. Y fue suficiente para un día. Un segundo día, algo distante del primero, nos contaron con la piel erizada y con el pasado demasiado vivido sobre como desaparecían las personas. Sobre como batía el ejército en enfrentamientos a estudiantes secundarios, sobre la pericia de este ejército que no tomaba prisioneros pues no podían evitar apuntar demasiado bien. Sobre cómo comerciaban niños. Nos explicaron que ese era el precio, esa era la dura labor de los que quieren un mundo como el que tenemos. Entonces nos colmamos de horror e indignación y les deseamos la cárcel a tantos genocidas. Nos avergonzamos de ser tan necios como para no ver que los ejércitos estan para matar, y la muerte no hace distinciones entre enemigos internos, externos, concávos, convexos, armados o amados. Después nacimos y luego de un tiempo ya no hacía falta que nos contaran nada, lo podíamos ver, lo podíamos sentir. Sólo llevaba medio año en esta escuela, ahora sólo me resta medio año, cuando vi por televisión cómo un policía, dos policías mataban a dos piqueteros. Vi las fotos, cómo disparaban por la espalda, cómo movían los cadáveres. Entonces sólo me sentí confundido, y es que quizá tenía once años y no presté atención al hecho de que dispararan plomo sobre una manifestación. O a que mataran a alguien por la espalda. Ya tenía dieciseís, y era este torpe que escribe ahora, cuando me enteré que en la ciudad de La Plata desaparecieron de nuevo a Julio López. Y sentí odio de a rafágas, una suave desesperación, y entendía lo que pasaba. Después le reventaron la cabeza a Fuentealba, y estuve indignado, y coqueteaba con las lágrimas, y quise gritar. Hasta que hace un mes secuestraron al presidente de Honduras y dieron el golpe de estado. La furia es una intermitencia violenta que me llega con cada latido del corazón, las manos se me han hechos más pequeñas de tanto apretarlas por la impotencia, y los dientes se han afilado unos contra otros de tanto masticar odio. El cerebro clama paciencia, clama ser razonable y el corazón desesperado se quiere sacar de encima tanta congoja, tanta humillación, tanta vergüenza. Sin embargo sigo aquí, sentado, tecleando, perdiendo horas de sueño y tengo miedo. Pero no temo que sea yo el que mañana caiga baleado y que todo sea legal, no tengo miedo de no poder borrarme de la cabeza el nombre de Isis Obeid Murillo, no tengo miedo de que gobierne Macri, no tengo miedo de que lleguen las patotas de vuelta a pisotear lo poco que pudimos levantar, no tengo miedo de que me saquen los compañeros y no los vuelva a ver más, ni la muerte, ni el dolor, ni la soledad. Mi miedo es sencillo. Temo irme a dormir, levantarme mañana y ser yo quien apriete el gatillo.

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